15 de agosto de 2010

GREGORIO LUPERON : LA ESPADA DE LA RESTAURACION

Gregorio Luperón fue calificado siempre como hombre de un ‘valor fabuloso’, pues se distinguió enseguida entre sus compañeros por su ejemplar patriotismo y combatividad e iniciativa en la acción. Sus méritos fueron reconocidos por el Gobierno de Santiago, que le designó jefe superior de Operaciones en la provincia de Santo Domingo. Su misión era enfrentar al ejército español, comandado por Pedro Santana.


Pudo demostrar sus grandes dotes de guerrero en la campaña que llevó a cabo contra el poderoso y disciplinado ejército extranjero. Con una cantidad inferior de hombres, armas y medios, supo desarrollar una guerra de guerrillas que debilitó la poderosa fuerza española. Pero su forma independiente de conducir la guerra no fue bien vista por sus superiores y, por tanto, fue relevado del mando. En Santiago, sin embargo, aceptó el cargo de vicepresidente de la Junta Gubernativa.

Cuando vio la República restaurada, regresó a su pueblo natal, Puerto Plata, rodeado de la admiración y el cariño de todos los dominicanos, que reconocieron en él al más firme paladín de los ideales patrios. Ahora bienÖ ¿quién fue el hombre detrás del héroe restaurador?

LUPERÓN: LA VIDA DEL PRÓCER RESTAURADOR

En su autobiografía, Gregorio Luperón recuerda, con gratitud en el corazón, esas horas de lectura que, durante sus primeros años juveniles, pasaba entusiastamente en una biblioteca privada. La envergadura de sus deberes y los libros predilectos forjaron más temprano aún, precozmente, su carácter. Imperceptiblemente se preparaba en aquel recinto una de las figuras más egregias de nuestra historia, la primera espada de la Restauración.

Gregorio Luperón nació en Puerto Plata el 8 de septiembre de 1839. Hijo de Pedro Castellanos y Nicolasa Luperón, una inmigrante inglesa de color, de quien aprendió el niño el amor al trabajo responsable y honesto. La madre era dueña de un ventorrillo y su hijo la ayudaba vendiendo piñonate (dulce de piña, coco y batata) en una bandeja por las calles puertoplateñas, y contribuía así al sostenimiento del hogar.

Gregorio Luperón, el gran restaurador

El escenario donde se hizo hombre prematuramente Gregorio Luperón fue la casa del comerciante inglés Pedro Dubocq. Este era propietario de un aserradero que había abierto en Jamao. A ese lugar pasó Luperón, con apenas catorce años de edad, a dirigir los trabajos de corte de madera. Su vocación para el mando le aseguró el éxito, a pesar de su corta edad, en la ardua tarea de dirigir a los peones y ser respetado.

Por otra parte, los libros de la biblioteca de su protector resultaron decisivos y beneficiosos para su formación intelectual y espiritual. Y aunque su pasión tenía por objeto, en esos momentos, las obras históricas, allí conoció y tuvo por el mejor guía de su vida “Las vidas paralelas”, de Plutarco, que según su decir, le sirvió para depurar los sentimientos, y le engendró el amor a la verdad, la libertad, la justicia y la gloria nacional.

También el sello de su educación cristiana se manifestó en que leía con predilección la Biblia, mientras que un “Tratado de patología general” le fue útil para aplicar remedios a los peones.

Sí, la lectura de buenos libros conduce siempre por caminos de excelencia moral y espiritual. Pero no olvidemos, hay un libro que contiene más que conceptos, más que ideas de hombres. Es el libro que Gregorio Luperón leía con predilección. Ese libro es la Biblia, que deja el alma satisfecha, segura y sin incertidumbres. La palabra divina que acogió el rey David en el salmo 119: “Lampara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino”.

El restaurador

Cuando en 1861, se produce la anexión de la República a España, Luperón, de veintidós años, fue uno de los primeros en enfrentarse a la dolorosa situación. Por cierto, le propinó una paliza a un dominicano por haberse expresado contra su nación. Por esta agresión fue recluido en la cárcel; luego se escapó hacia Haití y de allí emigró a Estados Unidos. Regresó poco tiempo después, y participó en el pronunciamiento de Sabaneta, en febrero de 1863.

La derrota de los insurrectos, le obligó a retirarse a las montañas y desde allí buscó refugio en La Vega. Fomentó clandestinamente la rebelión hasta que, después del Grito de Capotillo, se unió al sitio de Santiago, donde se le dio el comando de un cantón. Así fue elevado al rango de general.

La vida de Luperón abunda en hechos heroicos donde se pone al descubierto su valentía sin par, juntamente con sus bases autodidácticas. El 16 de agosto de 1863 tuvo una participación estelar en la Guerra de la Restauración de la República, en la cual condujo una guerra de guerrillas que fue esencial para derrotar a los españoles. Esta fue una verdadera guerra popular que sirvió para consolidar aún más el sentimiento nacional.

En 1865, Luperón y los demás vencieron a Pedro Santana y el ejército español que encabezaba. Terminada la Guerra de la Restauración, la fama del guerrero puertoplateño siguió creciendo, tanto en el aspecto militar como político. Fundó el Partido Nacional o Azul para hacer oposición a Buenaventura Báez y sus intenciones anexionistas.

En 1879 Luperón ocupó la presidencia provisional de la República durante catorce meses, con sede en Puerto Plata. Este ascenso se debió al derrocamiento de Cesáreo Guillermo. Fue un gobierno de paz, libertad y progreso, y produjo unas elecciones limpias en que el vencedor fue el presbítero Fernando Arturo de Meriño.

La reculada del general

Luperón siempre mostró un profundo interés por la política, pero no por el mando supremo. Tenía amor desmesurado por la patria, pero no ansias de poder: era un político sin aspiración presidencial. La silla, la banda de Presidente, la procuraba diligentemente para otros. A él le bastaba solo una cosa del gobernante: la lealtad a los principios por él sustentados.

Pero llegó un día en que apoyó a la persona equivocada. Era Ulises Heureaux. Le respaldó sin reparar en que este último solo trabajaba para sí mismo. Y, además, buscaba secretamente liquidarle su partido político. Al parecer, Luperón confiaba a pie juntillas en el afecto y subordinación de Heureaux, pues no advirtió los planes siniestros. Pronto Heureaux definió claramente su propósito. Por medio de una farsa electoral, ocupó nueva vez, en 1887, la presidencia de la República. Y a seguidas, la mayoría de los ricos, que momentos antes apoyaban a Luperón, ofrecieron su respaldo al descarado mandamás.

En este momento Luperón descubrió, con pesar, las veladas intenciones. Y, resuelto a detener la infame detentación del poder, tomó una decisión inesperada. Con pasos presurosos, presentó su candidatura presidencial para las elecciones de 1888. Enseguida el ilustre candidato recibió la cooperación de diversos sectores políticos.

Ahora, aprendida la lección, solo deseaba “curarse en salud”. Con una rapidez fantástica celebró un acuerdo con Heureaux, en el que sellaban la promesa de unas elecciones honestas y limpias.

Naturalmente, como era de esperarse, Lilís no cumplió su palabra. Y cuando Luperón empezó su campaña proselitista, sus seguidores fueron perseguidos implacablemente.

Entonces Luperón se reconoció solo. Comprendió que ya Heureaux dominaba en el escenario. Y no vaciló en dar el paso correspondiente: renunciar a la postulación de su candidatura presidencial.

Las elecciones se realizaron de un modo fradulento. Heureaux fue Presidente por tercera vez. Pero desde aquel día transcurrieron horas intranquilas y agitadas. Casi todos los partidarios de Luperón querían levantarse en armas contra el gobierno, y con tal fin, pidieron al caudillo que encabezara otra insurrección. Mas Luperón, renuente a parecer un ambicioso vulgar, se negó, y desautorizó la revuelta en su nombre.

UN TRISTE ADIÓS AL GUERRERO

En 1897, Luperón estaba enfermo de cáncer en la isla de Saint Thomas. Enterado, el presidente Lilís viajó a verlo personalmente. Allí éste tuvo que escuchar serios reproches del restaurador, su antiguo jefe, y los aceptó calladamente. Finalmente se reconciliaron, y Luperón acordó regresar al país en el mismo buque de guerra que había transportado a Lilís hasta la vecina isla.

En Puerto Plata, Luperón, cada vez más enfermo, le pidió a su médico de cabecera, el doctor Fosse (de origen belga) un último deseo: no dejarlo morir desvariando. El doctor prometió darle un tóxico tan pronto comenzara a perder lucidez. Llegado el día final, 21 de mayo de 1897, el paciente invita al doctor Fosse a cumplir lo prometido.

Pausadamente, el médico echa gotas en una copa, pero Lupeón, creyéndose engañado, se incorpora de repente y, en un esfuerzo supremo, le dice: “Doctor, cumpla como caballero; eche más gotas”. El enfermo tomó la copa con mano trémula y, despidiéndose de su doctor, apuró el veneno y en pocos minutos murió.

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